Hace algunos días cuatro niños se encontraban en una montaña en los Apeninos, una maravillosa montaña de Italia central, en un paisaje de fábula, entre bosques y rocas doradas, con el sonido lejano de saltos de agua, riachuelos, y el canto nocturno de lobos y búhos, la voz distante de los osos.

De repente, toda esta profunda belleza se convirtió en oscuridad y terror, cuando una terrible avalancha de nieve, de decenas de miles de toneladas, cubrió en pocos instantes el lugar donde los niños se encontraban con sus amigos y con sus familias. Todo fue hielo, oscuridad, silencio, miedo hacia un futuro que no dejaba ver alguna salida. Lejos quedaron la luz del sol, los juegos, los bosques pacíficos y el hermoso paisaje.

Lo mismo ocurrió hace casi ochenta años no en montañas aisladas, sino en el pleno de las hermosas, modernas, cómodas y desarrolladas ciudades de Europa. Miles de niños se encontraron presos, con sus amigos, sus coetáneos y con sus familias, en lugares oscuros, fríos, duros, sin que se viera en ninguna parte la luz de una esperanza, de una salida, de la posibilidad de volver a la felicidad, a los juegos, a la escuela, a la vida.

El alud no lo lanzó la montaña esta vez, sino la mano feroz del hombre, que se había convertido -como lamentablemente muchas veces en nuestro oscuro pasado- en lobo de sí mismo: como siempre ocurre cuando se desprecia a quien es diferente, o quien consideramos diferente, y se incita entonces al odio y se llega inevitablemente a la destrucción, a la violencia, a la devastación, como un terremoto, como un alud.

No nos dejemos entonces arrastrar por la exaltación de las diferencias: los seres humanos tenemos, por suerte, infinitas cosas en común más que diferencias.

Sin embargo, incluso cuando todo se cierra encima de nosotros y faltan el aire y la luz, cuando la esperanza se consume como llama de una débil vela, incluso entonces no faltarán nunca quienes -amigos, familiares, seres queridos, extraños de buena alma y buen corazón- trabajarán para buscarnos, para rescatarnos, para crear alrededor de nosotros una red de solidaridad, de lucha común, de bondad desinteresada. Porque los seres humanos, por suerte, siguen siendo profundamente buenos.

Como ocurre en la historia que dentro de poco vamos a escuchar, la historia de Brundibár, en la cual los niños descubren un grave peligro pero también una comunidad que se une para enfrentarlo.

Como ocurrió hace setenta años y más, cuando millones de personas combatieron finalmente en Europa para derribar las fuerzas oscuras que habían creado la ignominia de los campos de concentración y para rescatar la vida de los sobrevivientes y la memoria de los que no lograron ver el regreso de la luz.

Como ocurrió hace una semana en la montaña de Italia central, cuando los niños de los cuales hablaba al comienzo escucharon ruidos débiles, lejanos, que de repente se hicieron más fuertes y cercanos y luego se transformaron en voces humanas, que los llamaban, y en manos que excavaban, que derrumbaban paredes, que se proyectaban hacia ellos como rayos de luz, como extensiones de nuestro gigante corazón común, para rescatarlos, devolverlos a la luz de un nuevo nacimiento, y también entregándoles la tarea más grande: la de recordar, de guardar las imágenes, transformarlas en palabras, quizás silenciosas, dentro de ellos, quizás un día abiertas, en voz alta, para rescatar la memoria también de los quedaron en el fondo de la oscuridad.

Este es el día de la memoria.


(Foto cortesía Dirección de Cultura de la UCV)